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Learn the blackjack basic strategy and minimize the casino's edge by making the right decision in any situation. Mi casa se salvó pero la de mi suegra no.
La tengo viviendo conmigo, tú sabes. Kevin explica que los casinos estuvieron sin actividad durante una semana. Es la primera vez desde —cuando se abrió el primer casino en Atlantic City— que cierran por tanto tiempo. Hubo otras anteriores, pero nunca tan largas y con semejante pérdida.
Las cifras —sabré después— fueron dadas por Tony Rodio, presidente del casino Tropicana y jefe de la Asociación de Casinos de Nueva Jersey: el huracán Sandy hizo que los casinos de la rambla perdieran cada uno cinco millones de dólares diarios. Por eso la presión de los dueños por abrir era muy alta, aun en el medio de la emergencia.
Y hay gente que hubiera venido igual, you know, aun con el agua tapándoles la casa y los carros dados vuelta por ahí. Entro y el casino está muerto. Todas las luces están prendidas, pero nada de esto se parece a lo que vi hace quince años.
Antes del Sandy, Atlantic City era un exceso. No es pura sensación: hay una infinidad de estudios que hablan del juego como industria floreciente en Estados Unidos.
Uno de ellos, llamado «Impactos sociales de los negocios de juegos con apuestas» —y publicado por la Universidad Nacional de México— dice dos cosas: que en Estados Unidos la industria representa un mercado superior a los sesenta mil millones de dólares anuales, y que los estadounidenses gastan más en juegos de apuestas que en idas al cine y parques temáticos.
En lo que refiere a Atlantic City, en mayo de un informe de la Universidad Rutgers analizó cuánto dinero había entrado a la ciudad en fueron más de siete mil millones de dólares que salieron de los bolsillos de casi treinta y cinco millones de turistas.
En cualquier caso, eso ya no se ve. Donde antes había risas ahora solo hay ruidos de tragamonedas vacías generando un eco infinito. Antes de avanzar voy a la recepción del hotel.
Estoy más viejo que la primera vez y en algún momento voy a necesitar un cuarto donde tirarme un rato. Me toca el , en el piso diecinueve. La habitación tiene vista a la playa y a la ciudad.
También se ve el cartel de neón que dice «Trump Plaza»: tiene algunas letras quemadas. Me acuerdo del huracán y pienso que puede ser por eso, pero no me detengo mucho más. Me saco la campera, los calzoncillos largos hay temperaturas bajo cero , el gorro y los guantes, y salgo. Es tiempo de casino.
Una vez en la sala la primera impresión es rara. Están todas las luces encendidas y todos los ruidos en orden, pero sigue faltando la gente. Las mesas están vacías y las ruletas no giran. Parece un casino fantasma y hay que avanzar bastante para encontrar movimiento.
A los cien metros, finalmente, llega la parte activa de este asunto. Y empiezo a jugar. Lo mío es el Black Jack: uno de los pocos juegos de casino donde es importante no solo cómo juegues, sino también cómo lo hagan tus compañeros.
Las reglas y los detalles son muchos, pero alcanza con entender lo siguiente: se juega con cartas abiertas a la vista y todos tenemos que ganarle a la banca, es decir: sumar más que el crupier —quien también juega— pero sin pasarnos de veintiún puntos.
Si el crupier pierde porque se pasó de veintiuno, ganamos todos. Si el crupier pierde porque un jugador se plantó —y tiene más puntos que la banca— gana ese jugador en especial. Y si el crupier gana —porque tuvo suerte o gracias al error de un jugador— eso impacta en toda la mesa: todos perdemos.
Por esta razón, y a grandes rasgos, tener un buen compañero de Black Jack es maravilloso todos nos aliamos para hundir a la banca y ganar por igual y tener un mal compañero es una tortura: si alguien gana de modo individual o no se queda «quieto» hasta que la banca pierda sola, eso tiene una consecuencia directa en tu bolsillo.
También por eso me gusta el Black Jack: uno juega contra el casino, pero sobre todo juega contra la inoperancia y el individualismo de los otros.
La vida misma, digamos, metida en un juego de azar. Me siento en una mesa y prendo un cigarrillo. Los casinos son el único lugar de Estados Unidos donde se puede hacer eso sin que te saquen a patadas. No te olvides de pasear por la rambla. Es hermosa aun en invierno —dice la crupier.
Nunca escuché algo así. Los crupiers —también llamados «pagadores» o «dealers»— han cambiado: se muestran más relajados, como si —quizás luego del Sandy— tuvieran menos necesidad de hacer plata para el casino y más de relacionarse con los jugadores.
Hablan, hacen chistes, dan consejos y hacen todo con lentitud. La situación al principio es agradable, pero después se vuelve irritante.
A veces tardan casi diez segundos en sumar cuatro o más cartas, lo que es pésimo para la ansiedad de los que, como yo, las cuentan más rápido. Ocho más cuatro doce, más tres quince y más cuatro diecinueve —le digo a una crupier antes de que empiece a usar los dedos.
Tiempo atrás leí que los casinos estaban empezando a buscar chicas que fueran agradables a la vista. Y que en el proceso se habían deshecho de cualquiera que tuviera algo de oficio.
Eso molesta. Por suerte tengo conmigo a Elisha: mi compañera de mesa, una negra que conoce el juego.
Con Elisha nos entendemos pronto. Siempre me pasa lo mismo. No importa en qué país esté o qué idioma se hable, entro y en el acto sé qué debo hacer y cómo, y con quién debo jugar y por qué.
Al fin y al cabo en una mesa de Black Jack —mi juego— solo hay que saber hacer dos señas: un dedo arriba de la mesa para pedir cartas y un movimiento con la palma de la mano para no hacerlo.
Eso es lo único que quieren los casinos de vos. Eso y tu plata. Elisha sabe cuándo pedir y cuándo quedarse, aunque eso no es garantía de que vaya a ganar. De hecho, Elisha está perdiendo. Yo empiezo despacio. Me prometí no jugar fuerte y no traje demasiada plata. El problema es que no paro de ganar y me la paso pensando en el dinero que tendría si hubiera puesto plata en serio.
A mi lado Elisha sigue perdiendo, aunque lo hace con gracia. Elisha me cae bien. Me pregunta de dónde soy, qué es Argentina, dónde queda.
Y finalmente pregunta por qué estoy jugando en este casino de mierda. Le doy alguna razón vaga. Ella da las suyas. Si no, no jugaría jamás en este casino racista. El fenómeno de las tarjetas lo vi antes. Los casinos te dan puntos por la plata que jugás o el tiempo que permanecés sentado en una mesa, y esos puntos son intercambiables por distintos premios.
En Panamá, por ejemplo, se llega al colmo del absurdo: el casino te devuelve el 0,5 por ciento del dinero que jugaste. Es decir que si perdiste mil dólares recuperás veinticinco. Esto es muy útil en los lugares donde hay muchos casinos porque genera fidelidades tales como la de Elisha, quien pese a odiar a Donald Trump está sentada y alimentando su mundo el de Trump.
El origen del odio está en la pelea entre Obama y Trump. El magnate siempre dudó de que Obama hubiera nacido y estudiado en Estados Unidos, a tal punto que ofreció donar cinco millones de dólares a la obra de caridad que Obama eligiera si el presidente mostraba su pasaporte y sus registros de la universidad.
Con la llegada del Sandy —que tuvo lugar una semana antes de los comicios presidenciales— Trump dijo que extendería su apuesta un día más porque seguramente Obama, con tal de ganar las elecciones, estaría parado bajo la lluvia y entregando dinero compulsivamente a las víctimas del huracán.
Luego sigue en su escalada de insultos hasta que recibe un Black Jack servido y la furia se disipa. Ahora todos podemos charlar en paz. Entre tanto llega a la mesa una nueva crupier llamada Zina. Creo que habla español, aunque parece no querer hacerlo.
Elisha le habla del Sandy y Zina responde que el huracán le arruinó la vida. Su casa fue destruida y está viviendo en lo de unos amigos, junto con sus dos hijos. El Sandy destruyó casas, pero sobre todo —puede verse— hizo pedazos el ánimo de mucha gente. En Atlantic City, donde la mayor parte del turismo está vinculado a los casinos, el cierre temporal de las casas de juegos impactó de un modo drástico en la vida urbana.
Los casinos tienen menos gente y los turnos de los empleados fueron reducidos. La charla se interrumpe cuando Tom y Eileen llegan a la mesa. Son dos americanos de unos cincuenta años, rubios y de ojos celestes.
Eileen es ruidosa, alegre y no tiene la más remota idea de cómo jugar al Black Jack. La banca tiene malas cartas y está a punto de perder, pero Eileen —en vez de dejarla perder, así ganamos todos— pide cartas de un modo frenético.
Acá te dan las bebidas que quieras; solo hay que dejar un dólar cada tanto en la bandeja de las mozas. Lo increíble es que Eileen, borracha como está, gana. Y lo terrible es que Elisha y yo perdemos.
Eso no nos pasa una, sino varias veces. Pronto entiendo que las decisiones de Eileen van a matarme. Empiezo a jugar el mínimo en cada mano y a tratar de que pase la tormenta. Elisha en cambio tiene una postura más agresiva y quiere recuperar lo perdido apostando cada vez más.
Elisha está nerviosa, no para de hablarme. Eileen y Tom están en su pequeño mundo y no dan señales de haber escuchado a Elisha, aun cuando mi compañera habla a los gritos.
En media hora Eileen ha ganado quinientos dólares, yo perdí más de la cuenta y de Elisha mejor no hablar. Mientras tanto me entero de que es la primera vez que Eileen pisa un casino, de que administra un campo de golf y de que conoció a Tom —que es de Texas— por internet.
Eileen vive en Connecticut, a más de dos mil kilómetros de Tom. Dos minutos después el microclima Tom-Eileen se deteriora y ahora estamos todos callados. Elisha sonríe. Tom trata de remar el clima tenso y me pregunta de dónde soy. Frente a mi respuesta grita «Manu Ginóbili» tres veces, mostrando una alegría que no siente.
La mesa me deprime y quiero irme. Saber retirarse a tiempo es una virtud, aunque en los casinos se practica poco. No festejar una buena mano antes de haber ganado; y nunca —jamás— apostar fuerte cuando uno está enojado.
Me levanto de la mesa con mal humor y con hambre. Me hago diez minutos para tragar una pizza y —sin terminar la segunda porción— decido cambiar de aire y de casino. Queda a pocos metros de acá, también sobre la rambla.
Sigue haciendo frío pero no me quejo. Tuve viajes más difíciles hasta un casino. Hace unos años vivía en Ann Arbor, una ciudad universitaria en el estado de Michigan, mi mujer había viajado y yo —una vez más— estaba aburrido y sin saber a dónde ir.
A unos cuarenta kilómetros, cruzando el límite con Canadá, estaba la ciudad de Windsor, repleta de casinos. Llegué a la frontera de noche y con la visa vencida, pero con la esperanza de que —si fingía bien el idioma— tal vez me trataran como a un gringo y no me pidieran documentos.
Salió mal. Me pidieron el pasaporte, me hicieron pasar a una oficina y me explicaron amablemente que mi visa había expirado. Yo intentaba asentir con docilidad. Pero a lo lejos titilaban los casinos —podía ver las luces desde la ventana del despacho policial— y algo de eso me hizo perder la paciencia.
Todo cambió. El oficial tocó algún botón y en el acto dos policías se acercaron para esposarme. Luego me escoltaron hasta mi auto, donde removieron mis esposas mientras otros policías miraban todo con las manos pegadas a las armas en la cintura.
El trayecto hacia Detroit —la ciudad americana más cercana— lo hice solo en el auto, pero con dos patrulleros a mis espaldas. Diez minutos después estoy sentado en otra mesa de Black Jack. Acá solo hay una mujer negra llamada Ann. Pienso que este puede ser un nuevo comienzo, hasta que quince minutos después llegan Tom y Eileen.
De los veinte casinos que hay en todo Atlantic City, de los doce que hay sobre la rambla y de las no sé cuántas mesas de Black Jack que hay en la ciudad, Tom y Eileen eligieron venir a jugar acá.
Están eufóricos. Hablan a gritos con los dos crupiers Jerry y Dan y beben y festejan todo el tiempo. A mi derecha sigue Ann, quien no para de fumar mis cigarrillos mientras le pregunta a la encargada de la mesa cuánto falta para que le den los suyos.
Aparentemente su premio por jugar es tabaco, y ella lo necesita ahora. La empleada se va sin responderle. Ann juega manos de cincuenta dólares y los cigarrillos valen ocho.
Quiero gritarle que compre sus putos cigarrillos en lugar de fumar los míos y que dejemos de hablar del tema y sobre todo que deje de pedir cartas como una imbécil: estoy perdiendo plata, más de lo que tenía pensado. Pero cuando estoy a punto de estallar llega el momento incorrecto.
Sobre la mesa, Eileen —la novia de Tom— dobla la apuesta y necesita una figura para ganarle a la banca y para que eventualmente ganemos todos. Las figuras son los 10, los 11 y los 12 y uno puede referirse a ellas con la palabra «monkey» mono.
Todos los asiáticos lo dicen y no paran de ganar —le insiste Ann, pero Eileen está luchando contra sí misma y se niega rotundamente. Yo tengo bastante plata arriba de la mesa y siento que esta discusión me está dejando seco. Todos menos yo, porque me paso y pierdo la mano. Estoy de pésimo humor.
Va a ser mejor irme mientras me queden dólares y cigarrillos, así que me pongo de pie. Todos protestan, en especial Eileen y Tom: piensan que somos algo así como hermanos de sangre por haber compartido dos mesas de Black Jack.
Si yo hubiera tomado tanto como ellos quizá pensaría lo mismo. Paso por la recepción del hotel y evalúo la posibilidad de subir un rato a la habitación. Llevo siete horas de casino, quizá me vendría bien dormir un poco y además no estoy pasando por una gran racha.
Pero pienso en la palabra «racha» y en el acto me río de mí mismo: no hay forma de que descanse, menos cuando voy perdiendo. Entro al salón del Trump Taj Plaza y me siento a jugar de nuevo.
Elijo la mesa como elijo las cartas: mal. A mi derecha hay un colombiano borracho y pesado. La primera vez sonrío. A la quinta tengo ganas de pegarle.
Por suerte le quedan muy pocas fichas. Pierde en media hora y se termina yendo. La palabra «boludo» se le queda en los dientes. Las cartas empiezan a ordenarse y mi humor también. No sé qué hora es. Tengo muchas fichas conmigo. Las fichas son el mejor invento del casino: la razón por la cual la gente se queda jugando en vez de huir de antros como este.
Los casinos tienen muchas respuestas y a lo largo de los años las he escuchado todas: dicen que son más higiénicas que el papel, que no se rompen y que son más difíciles de falsificar porque les ponen un chip adentro dudo de que sea verdad. De todos los argumentos, sin embargo, el único que no nombraron es —a mis ojos— el más cierto de todos: las fichas no son nada.
No sirven para ninguna otra cosa que no sea apostar. Y cualquier jugador con fichas en la mano se olvida fácilmente de lo más importante: está empeñando su dinero. Ahora, en la mesa, el ambiente se recompuso: estoy ganando; todo se vuelve agradable.
A mi lado está Petrona Gutiérrez una filipina que —pese a su nombre— no habla español y está también Angelina, una chica joven, gorda y linda que viene acompañada por un amigo que le pide plata todo el tiempo.
Angelina le da todo lo que gana y mientras tanto cuenta que debió dejar su casa por el huracán. Que la casa está parcialmente destruida, pero que para el gobierno es suficiente: su demolición fue planificada para este mes y ahora Angelina está viviendo con unos tíos.
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